Un manto sagrado en manos mortales
A la tarde
caminaba lentamente por las calles de la Ciudad. Son esas caminatas que te
llevan sin consentimiento por veredas desoladas, visiblemente despobladas, a lo
más puro que puede albergar la mortalidad. La imagen del amo y el esclavo es
una ilustración secundaria ante la relación desproporcionada del piso por el
cual me sostengo, y el sostén refulgente que me lleva a puentes alejados de la
vida urbana. No es droga, es la miel del pensamiento, maravilla difícilmente
descriptible de las conexiones y funciones internas adheridas a lo común de ser
lo que somos. Porque es bien común, es decir, compartido, por todos y cada uno
de los seres humanos dar lugar a sentimientos y razones, fusión exquisita
del corazón y mente, falazmente dicotomizadas. A veces tropezaba con la naturalidad de
encontrarme con un semáforo, una niña distraída o un perro suelto, pero jamás
deseé soltarme de la miel, quise en todo momento vivir en el pináculo de lo abstracto,
donde se pausaban las peripecias del trato comunitario abriendo paréntesis de oxígeno
con los que el tiempo perdía el cargo de importancia y no había más emergencia
que dividir un continuo en fragmentos matemáticos destructibles para el viaje
estático. La exageración pasó a llamarse "intención descriptiva", el
peligro se denominó "cambio externo" y destino fue reemplazado por
"limitación". Para lo que algunos era neolengua, para otros era
significado profundo. Y pensé en abandonar el barco de lo que sentía y pensaba,
cuando la bandera que se izaba era para combatir la bandera de unión. Todo eso
ocurría con pocos detalles, envueltos delicadamente como códigos de negocio.
Solo se necesitaba atención para atrapar cada escenografía en el mundo de lo
abstracto, y lo que menos quería sin dudas era forzar ver un imposible para
desfallecer en medio de una calesita y un pasto verdoso lleno de hojas caídas.
La sucesión de acontecimientos satisfizo el caudaloso contenido, y ayudó para
afirmar que: perderse por la ciudad natal no nos hace extranjeros, pero
sentirse ajeno al terruño bloquea la extensión de nuestras capacidades,
determinando lo conocido como innato, y lo desconocido, como imposible. De
manera que no avanzamos en los escalones, y a su vez, desclavamos uno, limitando el alcance. No es ignorancia, es obstinación en lo positivo de la
ignorancia. Dicho de otra forma similar: perpetrar como costumbre algo
desconocido es ponerse fecha de defunción sin investigar una posible
inmortalidad. Descansar en las paredes de una casa abandonada, dispuesto a
soltarme y toparme con lo imprevisible de la vida. A la expectativa de todo, se
sensibilizaron mis pies tocando el viento que toma por momentos la Ciudad. Es
evidente cómo se nutría mi alma de lo que ignoraba, quisiera meditarlo aunque
permanezco expectante. No será una sorpresa algún hecho atípico si soy
consciente de estar continuamente en uno de ellos. Sin embargo, la conmoción es
término encarnado para ese, sentado en una baldosa fría, carcomida por el
agua y la tierra ante las raíces de un árbol colindante. ¿Por qué, después de
un viaje al indescriptible mundo abstracto, la conmoción llegaría por lo
ordinario? ¿Es acaso lo ordinario resultado del complejo campo del pensamiento,
o lo común se vuelve sagrado cuando conocemos el abismo descarnado de un mundo
sacralizando lo inconmovible? Recogí pertenencias, algún ticket que caída
de mi bolsillo, y sujeté fuertemente en mis manos un libro que traía bajo el
brazo. Mientras la tarde daba un último adiós abrigando mis espaldas, me retiré
del paisaje sensible, lúcido, conmovido por experimentar sentir lo que no veo,
por idear lo que no pienso, satisfecho de asegurar esos viajes posibles al
portar un manto sagrado en manos mortales.
[Texto producido bajo consigna, en el Cuarto Mundial de Escritura]
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