El refugio en el reflejo
En un borde de la avenida, el tránsito es abrumador. Pies van, pies vienen. Una ciudad teñida por el cielo que ahoga los pequeños rayos de sol que viajan hacia remotos lugares, y que juegan con las siluetas humanas en movimiento. Desde aquí existe un respiro, un sólo lugar y hora en la que alguno pueda aprovechar los reflejos de una distante esfera en llamas. Una mamá reta a su hijo exigiéndole rapidez en su caminar, un profesor de matemáticas hace señas al colectivo que pasa por su lado; por la esquina, un grupo de amigos frena a un taxi en tanto uno de ellos se acomoda la bufanda con gesto furioso, y decenas de personas pasan por mi lado soplando una atmósfera que obtiene lugar cuando aquella esfera se lo cede. No hay mucho esfuerzo que hacer para saber que el instinto de supervivencia se activó en la gente cuando llega el frío en la ciudad.
Lo último de calor me lo dio esa luz poderosa...un ápice de lo que abunda al otro lado del mundo en este instante. Preferí cerrar los ojos para sentirlo, para dar un respiro profundo y consumir su último fuego. Bajo la cabeza, no pienso en más que en librar mi cuerpo de lo ocurrirá pronto, del frío, de cuánto me durará ese fiel rayo de calor que me he robado. Intento contenerla con lo que mejor sé hacer, de modo que atino a abrazarme bien fuerte, tanto como pueda, en la entrada de una casa. Sé que no funcionará, que mis ideas están yendo por otro lado.
No quiero pensar en ello, aunque las corridas que se hallan en la vereda me transmiten la misma desesperación. Es un ahogo colectivo, un mismo sentimiento que contagia a medida que se expande y no respeta lo fáctico, sólo se mueve por una intuición común. En esa corriente que te lleva se encuentra mi cabeza, sin mirar, sin querer.
Mis manos se erizan, desnudas, en la invasión de los vientos a la ciudad. El torso se contrae con decenas de movimientos en segundos buscando la posición menos mala, y los pies juguetean como reos de una misma sintonía. Si hay una salida para esto, no la estoy buscando.
Sigo sin ver lo que ocurre allí afuera. Temo saber que en realidad la realidad es peor que la que yo pretendía enfrascada en un rincón. Aún así considero una sola manera de buscarla y es levantando la cabeza. Hago el esfuerzo, desarticulo un cuerpo rígido, víctima de la oleada polar. No me percato de lo que ocurre, miro pero no proceso la información, sólo giro y avanzo en una desesperada búsqueda del bienestar, sin prestar atención. Toco paredes heladas, barrotes bañados de blanco, baldosas resbaladizas, puertas enrejadas y candados más que buzones. Bofetadas y empujones parecía recibir, mas no había un alma por las calles de la ciudad.
Entre tanto manoteo a estancias intransitables, ubico una entrada que -sin esperar mucho- podrá acogerme algún tiempo de esta "tempestad sin agua". Suspiro, descanso y vuelvo a respirar. Es la apacibilidad de una mejor realidad, o quizás, una fortaleza para paliar aquella dura realidad. Mis últimas conductas me exigen en una suerte de patrón el refugio improvisado de un auto-abrazo, acurrucarme, siquiera conformarme con un "mal menor", escoger lo que está al alcance de mis manos y no de mi mente, la disponibilidad de lo real y no de la posibilidad de lo intangible. Considero esa oferta, es contundente y casi que diría convincente. Pero en lo más profundo de mí, aquel mismo instinto por sobrevivir me demanda ahora poner al servicio de una mejor estadía el máximo de los esfuerzos. Hay un logro mayor por alcanzar, y si las mismas energías que me llevaron a salir de aquel rincón, ahora, piden un total uso en pos del bienestar mayor, no hay lugar para impedir una intención completa con un hecho incompleto de entrega.
Comentarios
Publicar un comentario