Juguemos como antes
La casa en la que vivimos por muchos años era bastante sencilla y amena. El pasillo característico al entrar hacía que cualquier visita disfrutara de uno mates a la luz de la tarde en aquel lugar. Recuerdo que mi vieja tenía hermosas macetas de diversas plantas a la entrada, que intentaban generar un buen ambiente con lo poco que había. Flores, algunas verduras (aunque no era un huerto) y varios coloridos arbustos que sin dudas daba una linda imagen al entrar. Con la puerta principal de madera hecha con el sudor de papá, y el apreciable portón a la entrada sentíamos que no cualquiera querría entrar en nuestro humilde hogar, sino solo aquellos que nos conocían de verdad y apreciaban nuestro modo de ser más que nuestro poder adquisitivo.
Pero en fin. Eso era al entrar a casa. Sin embargo, creo
yo que nuestro lugar favorito (de toda la familia) era aquel que más usábamos,
más queríamos, y más usos podíamos darle. ¿De qué hablo? Del patio. Claro que
sí. Ese lugar en el que convertíamos en el sagrado altar todos los bellísimos
días (porque cuando llovía no había manera de salir).
Nuestro patio era algo así como el triple de nuestra casa
en cuanto a estructura. Poseía una vegetación impresionante. Nos sentíamos
Tarzán en la selva. En ese lugar podíamos jugar a lo que nuestra imaginación
nos permitiera. El pasto, los dos árboles gigantes (por lo menos, así los veía
de chico), y algunos juguetes que nos regalaban o nos inventábamos
definitivamente era el aposento perfecto para jugar y divertirse. Mientras
tanto los grandes charlaban y compartían algo de comer con el imponente día
soleado.
Esta era la costumbre, este era el ritual: Nos
levantábamos, desayunábamos, hacíamos lo que papá o mamá nos pedían y salíamos
corriendo a disfrutar del verde del terreno. En varias ocasiones nos dejaron
invitar a algún amigo del barrio y pasábamos horas en lo que yo llamaba “el
campo”.
Pero ese maravilloso mundo para mí y para muchos un día
terminó. Mi lugar favorito de la casa quedó abandonado por un acuerdo de
mudanza y pocos días después estaba dando vueltas, subiendo y bajando las
escaleras, en una casa pequeña, con un miserable patio, con vecinos que no
conocía y con las ansias de hacerme amigos nuevos, que me mataban por dentro,
pero que quedarían encerradas en mi cuerpo carcomiéndome más y más, porque la
inseguridad en aquel barrio que nos mudamos era tan alta que no solían salir
chicos a jugar, y se encerraban en sus casas, creando amistades de un lado de
la cerca y del otro. Les puedo jurar que ese día supe que se había cortado con
un ritual. La mejor de las costumbres había quedado abandonada a kilómetros de
distancia. A medida que transcurría el tiempo, mi viejo, querido y extenso
patio quedó navegando sobre las aguas del recuerdo, y paralelamente, mi nuevo
lugar de recreación y diversión no parecía más que un terreno de exclusión
infantil, de soledad, y por consecuente, se convertía a mi perspectiva en una
limitación a la colorida y diversa imaginación de un niño.
Esa mudanza no solo yo la sufrí, sino también toda la
familia, porque así como me afectaba a mí, afectaba a todos en sus respectivas
áreas, como un calco de la mía. De manera que en pocos meses mis padres
decidieron abandonar la propiedad luego de un hecho que fue sin dudas “la gota
que rebalsó el vaso”.
Comentarios
Publicar un comentario